Nochebuena 2006




Me gustan estas fiestas. Siempre vienen cargadas de recuerdos imborrables, nostalgias, también, como no, pena por la falta de algunos seres muy queridos.

Quien no ha vivido la posguerra le costará hacerse una idea clara de lo que significaban, al margen de lo religioso, que en mi casa se vivían con fe, las sentadas de toda la familia al completo alrededor de una mesa repleta de "manjares" que, como mucho, se comían en muy contadas ocasiones, o en ninguna, a lo largo del año.

Un pavo era suficiente motivo para ser envidiado, muy envidiado, por los que no tenían la suerte de poseerlo. Mi madre criaba con muchísimo mimo cuatro o cinco de estas aves, que regalaba a familias amigas y reservaba el más "hermoso" para nuestra celebración.

Los últimos días de su vida, al pobre animal se le trataba como a un rey, alimentándolo con castañas sin medida para que sus pechugas bien repletas de jugosa carne hiciesen las delicias de los comensales. (Ahora se me antoja aquello un poco cruel)

Bien. Un año tanto lo cebó mi madre que el pobrecito pavo murió de un hartón de castañas. Cualquiera puede imaginar la "tragedia" familiar. Había que sustituirlo por un humilde conejo. Pero esto no era lo más "dramático" sino el cachondeo de todos los amigos, que después de aguantarnos el continuo presumir de pavo asado la noche de Navidad, nos recordaban lo bien que lucían en otras mesas los cuatro pavos regalados.

-Que si debíamos pedir que nos los devolviesen. - Que si al conejo se le había pegado sabor a pavo. -Bueno; cosas de Navidad.

Ahora nos alertan de la posible obesidad de nuestros hijos.

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